viernes, 28 de agosto de 2009

este proverbio es probada verdad



El libreto de La carrera del libertino, la ópera de Stravinsky de moldes mozartianos (en los años '50, cosa que a Adorno lo ponía totalmente loco -aunque el gran flósofo ya había dicho que la música de Igor era totalmente disociada y perversa-) es el libreto más poético de todas las óperas que jamás se hayan compuesto. Escrito a dos manos por W.H. Auden y su pareja -en ese momento un joven aficionado al arte lírico- Chester Kallmann, es una maravilla. Puro esteticismo de arte al cuadrado. El libreto hace justicia, desde el plano poético (el hacer, digo), a la manera noeclásica del ruso. Es un poco neoclásica, la poesía que lo compone.
(Nosotros, claro, preferimos las estridencias modernistas de La consagración de la Primavera, la desaforada -tal vez exagerada- historia de su estreno: con un Nijinsky bajándose del escenario para agarrarse a las trompadas, como un Billy Elliot fauno, contra aquellos que silbaban el reflejo musical-maniático de la sociedad fordista. Los ritmos desquicidos, el ballet ruso, la tensión prehistórica que llega hasta Noces, con los 4 pianos percusivos, una obra que hace enrojecer a la famosa -y tarada- Carmina, de Orff; pero, en fin...)
El libreto-poema de Auden-Kallman recorre una cantidad de métricas y versos que van de un verso libre y prosaico a canciones de inspiración shakespeariana, todo con una gracia envidiable.
Lo mejor, lo que me conmueve, es el tercer acto de la ópera. Cuando al protagonista (Tom Rakewell), loco y arruinado, encerrado en un manicomio, su novia (Ann Truelove, todo en esta alegoría desubicada tiene un doble significado) le canta para que se duerma y se muera. Él cree estar en brazos de Venus, se imagina en una especie de Arcadia, un Adonis, algún antiguo personaje de ópera en un bosque siempre verde y abierto (el bosque de Hölderlin).
Pero no: es el final, el encierro y la locura. A pesar de que hay algo de redención en el amor que Truelove brinda al hombre indefenso y caído. En otro juego de reflejos que hay en las líneas y entrelíneas: Igor ya había retomado la senda de la fe ortodoxa, unos cuantos años antes, la versión oriental del cristianismo (La sinfonía de los Salmos lleva la dedicatoria: Cette Symphonie composée à la glorie de Dieu...), mientras que Auden transitaba por un cristianismo "voluntarioso y descreído" (¡oia!), como leí por ahí.
La obra, para terminar de clausurar esta obra distanciada y estetizante, acaba con un epílogo en el que los personajes canta enseñanzas morales en un tono más o menos alegre y con bastante ironía. Una fábula.
¿Qué podría ser más distanciado? ¿Una tapa de Barcelona, tal vez? Pero es otro territoritorio. Tanta alegoría caradura, el tono moralista, la música que hace referencia a otros ámbitos y otras músicas (mozartianas, sí, pero también belcantistas, ningún rastro ruso -o tal vez sí: en tanto que extranjeros siempre de Europa, como Tchaikovski, por ejemplo), y una frialdad pasmosa -es un cubito, la obra-, donde todo parece estar diciendo "aquí deberías emocionarte, aquí deberías pensar, reir, etc.", nos hace saber que se trata de un aparato. Aparato que expone con tanta claridad que la emoción, si aparece, lo hace mediada por la inteligencia y la ironía, que finalmente (un laberinto) todo nos hace pensar que estamos presenciando el canto fúnebre de la ópera: el muerto loco del escenario es la burguesía, y Anne es la ópera, quien durante un par de siglos le cantó a la aventurera clase social.
La estética, claro, fue pensada como una manera de anular los peligros del arte, naaada en esta fábula puede ser asociado a términos dionisíacos (¡encima, el inglés da comedia musical!), y sin embargo, esta obra que renuncia a todo gesto que no sea decir "estoy diciendo esto", en su pura deixis musical se convierte en un revolver con el que Stravinski le apuntó a la más boba de las artes, la preferida de la burguesía, para que todos los teatros del mundo la interpreten ante los oídos sordos de los sepultureros. Hay escena de ella en todos los locutorios del mundo. Y, así, la música clínica que la compone se vuelve espejo (esa es la palabra) de lo que estaba por venir: un aria para cantar en un parque público (en el Parque Centenario o los bosques de Palermo, en alguna plaza de Zurich o el fantasmal Parque de la Ciudad): en los jardines diseñados que son techos de inmensos galpones municipales. O tirados en una playa de la Polinesia, bajo los nubarrones del dinero financiero internacional.